Doña Rita la correntina, mil años, bueno mil no pero así la
veía yo desde mis 6 o 7.
Infaltable el delantal con bolsillo sobre la ropa,
siempre uno distinto, no salía sin el. Y en el bolsillo llevaba caramelos que
nos convidaba cuando la abuela se paraba a charlar con ella camino del mercado.
De lo que decía nosotros le entendíamos menos de la mitad y
mi abuela que además era un poco sorda con suerte se enteraría de un 10% de la
conversación. Pero igual charlaban. Y
comentaban las novedades del barrio. Ideaban estrategias para que el bicherío
no se masticara el malvón blanco. Y se pasaban recetas.
“Que se come hoy Doña Rita?” – preguntaba la abuela
“Ay Ña Juli, ñemandá la feria, mi trajnepicada, hice
bóndigas de hormiga! – contestaba Rita con una gran sonrisa.
“Que rico, después me pasa la receta? – decía la abuela como
si nada.
Doña Rita come hormigas? Dijo que come hormigas!. No
entendíamos nada.
Nunca supimos que quería decir la vieja con eso de “bóndigas
de hormiga”. Albóndigas claro, pero ¿y lo de hormiga? barajamos las
posibilidades mas absurdas pero el enigma quedó sin resolver.
Hace poco vamos con mi hermano a comprar comida hecha.
Mientras estamos en el trámite de elegir, me da un codazo y me señala una
fuente humeante llena de bolitas en salsa roja: “¡bóndigas de hormiga!” las
palabras salen al unísono y nos da un ataque de risa ante la mirada atónita de
la empleada.
Los pequeños recuerdos
que se comparten con alguien, son como códigos secretos, indescifrables y
tontos para los demás, inestimables para nosotros. Hilos invisibles que nos
unen al otro, botones que están esperando que uno los apriete para disparar la
sonrisa y la nostalgia.